Nadie duda de que el cruce de los Andes es una experiencia heroica. Pero hoy, atravesar la cordillera a caballo puede convertirse en una aventura estival al alcance de todos. Entre valles, cascadas, volcanes y glaciares, Turismo completó la cabalgata sureña que une Argentina y Chile y volvió para contarla. Cruzar los Andes por el sur provincial es una experiencia apta para todo público. Personas impresionables abstenerse: estarán frente a los paisajes más maravillosos que hayan visto. Puede que te impulse la épica sanmartiniana. Puede que te apasione el turismo mochila. Puede que el hecho de que el guía te exija dejar reloj, celular, iPod o cualquier otro aparatejo, te conecte con la experiencia de sentirte aislado. Pero pensá: ¿te ves cruzando la Cordillera a caballo en una excursión de siete días? No puede sonar mejor: Malargüe nos propone una cabalgata que, al cabo, enlaza un desafío interno y externo del cual (lo supimos al final) sí o sí se sale transformado.
Así que los convencidos nos juntamos en un hostel céntrico, el punto "a" de una aventura de la que no sabíamos casi nada (caballos, sí; montañas, sí) salvo que el boca a boca e internet puntuaba como "excelente".
Atajo #1: Sólo el guía, repasa ese recorrido gepeseado -casi 200 kilómetros a tracción a sangre, por un circuito que, en un punto, nos hará pisar suelo chileno- atravesando riscos, cascadas, vegas y glaciares, sin señal humana alguna. El grupo, de entrada, resultó ecléctico: una pareja viajera del interior de Buenos Aires, una profe de gimnasia, un traumatólogo, un barcelonés decidido a escalar, una abogada y una periodista. Casi todos, inexpertos o nulos en cuestiones equinas. "El 95% de las personas que llegan acá no han montado nunca", tranquiliza el guía, "pero ojo: muchos terminan convertidos en jinetes al final". Y ésa, fue la primera verdad que nos dijo.
Empanadas, transfer y a ensillar en Las Loicas. "¿Por qué no tengo una visión de 360°?, suspira una viajera al trepar el primer cerro del oeste. Cierto: al cabo de tres horas de cabalgata, llegando a la Vega de Los Pacos, todo lo conocido se desvanece. Digamos: no es la montaña inmensa y árida, tampoco la monotonía del desierto espinoso. Hay, en cambio, un extraño suelo de ceniza blanca y un valle verde intenso donde clanes de caballos pastan en campo abierto. "Son libres", dicen los baqueanos, "aunque tienen dueño". La primera luna, campamento. ¿El cielo? Pues el más limpio de este lado del mundo (por eso, se sabe, está en Malargüe el observatorio Pierre Auger), una fiesta de constelaciones que nos induce a desplegar las bolsas de dormir a la intemperie. Al alba, mate mirando a la tropilla.
"Estamos entrando a la ciudad perdida", dice bajito el guía, acaso sabiendo el deslumbre que despierta esa aldea de piedra en medio de la nada. Rocas cambiantes por la acción del agua y del viento. Suerte de arrecife de altura. "Sí...quiero una vista de 360". Cerca, tendríamos el primer gran momento adrenalínico de la cabalgata. "Los que no se animen, sigan por el sendero", grita de pronto al frente. "Los que sí, me siguen". Todos, menos uno y los cargueros, nos lanzamos a la bajada del Trolón (unos 800 metros de descenso por un declive algo mayor a 45° sobre pura ceniza volcánica), y sepultamos el vértigo y el hielo ahí mismo. El valle fue sumando belleza y felicidad: chistes, fogata, un fondo de cascada y un diseño de bardas a cada lado del río. "¿Y nunca te aburriste?", pregunta un amigo que oye el relato. ¡Cómo! Imaginate un paisaje que cambia a cada paso (de hecho, nunca es igual, ya que en muchos tramos predomina la roca erosionable, formando estructuras que simulan las orgánicas, memoria de lo que alguna vez fue lecho marino). De a ratos, uno, dos cóndores. Un águila mora. Unos cuantos chingolos al ras de los caballos. Trotecito hasta llegar al punto más alto de la excursión (2.935 mts) donde se alza el hito del límite entre Argentina y Chile. "Fíjense que estamos cabalgando sobre un glaciar", señala Alaniz. Sí, es nieve, también debajo de la ceniza cuarteada. Atajo #2: A 40 kilómetros del hito, se halla al paso de El Planchón, uno de los 5 pasos cordilleranos que utilizó el Ejército Libertador. Desde allí, se avistan los volcanes Planchón y Peteroa. "¿Galopamos?" La adrenalina crece entre el grupo que ya se siente uno con su caballo. Al cabo vamos volviendo al valle del Trolón, que, además, guardaba en su extremo una cascada perfecta. Energía para un día de siete horas de montura. "Ah, 360... para ver en panorámica las cascadas, el Pichi Trolón, los arroyos, las cuevas". Incluso la "Cueva del castronero", a la que nos dirigimos despacio.
Atajo #3: Se llama castronero al encargado de cuidar los castrones, es decir, de aislar y vigilar a los chivos machos para evitar el apareamiento antes de la fecha óptima. Suele pasar temporadas en la montaña, con la sola compañía de FM Malargüe, habitando la cueva que lleva ese nombre. "Saludos, Don Julio."
Comida criolla y trote. La travesía tuvo sol y gotas ("se está casando una bruja", dicen) y otra vez sol. Espontáneamente, en el Pichi Trolón se arma un trekking a través de declives con flores silvestres y roca suelta. Claro que la bajada es veloz, porque espera Laguna del Negro. "Momento...esta bajada va a ser muy interesante", advierte el gu[ia, antes de empezar a contar la leyenda cuatrera de la "Bajada del muerto", último desafío que guarda la laguna (¡una laguna con gaviotas y patos en medio de la montaña!) cuyas playas invitarían al primer galope. No gritamos por miedo. Ni sólo por admiración. Sino también, y saludablemente, soltamos expresiones que no cualquier viaje contemplaría. Porque la Cordillera, le pese al mar, no es cualquier viaje. Definitivamente no. En Laguna del Negro vemos ponerse el sol detrás del cerro Campanario. Y más Vía Láctea desde la playa.
Al quinto día, los expedicionarios ya son criaturas del paisaje. "Ya no queremos volver", bromean con seriedad. Esta vez, aunque con menos intensidad, preparamos las monturas para emprender el camino de regreso, aunque aún nos queda una jornada en las termas de Cajón Grande.
Atajo #4: Atendido por una familia completa, el refugio de Cajón Grande cuenta con 24 plazas para turistas y predio amplio para acampar. En verano, el atractivo pasa por la paz del lugar, la comida hogareña y la terapéutica de las aguas (hay termas de 35°, 40° y 47°) y en invierno por la práctica del esquí libre para un circuito de deportistas que busca más intimidad. Cajón Grande, pues, nos dejó a merced de un ocio merecido que, aunque entrecortado por tratamientos rústicos de belleza como el frote de algas, fue prometiendo un chivito a las brasas. Última luna en la montaña, que concentró los deseos de una nueva cabalgata malargüina. Concretamente, empezamos a extrañar el caballo. Porque los animales nos rodearon con su mana y los baqueanos nos asomaron a un mundo inédito. Amanecimos con sopaipillas, amasadas por los dueños, para resistir una jornada de alto voltaje emotivo. Así nos despedimos de un sur sonoro y visual que jamás, con las palabras de este mundo, podríamos narrar del todo.
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